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domingo, 1 de junio de 2008

EL CORAZÓN ROTO

(Mención especial Relato. "Certamen Jóvenes Creadores Castilla-La Mancha 2008")


I

Cuando Eugenia Salitre se enteró de que Diego Barreda, su Diego, se casaba esa misma mañana en el Santuario de la Virgen del Azahar; una onda expansiva la lanzó contra una pared situada a 100 metros. Después del impacto, se levantó, volvió a colocarse las tripas en su sitio, se ató el corazón con la melena (no fuera a perderse algún trocito) y sacó del banco toda la dignidad que tenía ahorrada. Y, con la cabeza bien alta, se echó a la calle mientras sus hermanas intentaban retenerla por el brazo y le decían “novayasquetepierdes” y “Eugeniaquetúnoloquieres”, y otro sinfín de retahílas, que le entraban, sin hacer ruido, por el oído izquierdo y salían tan campantes por el otro.
Eugenia se dirigía al Santuario de la Virgen del Azahar como quien camina a hacer un recado, hasta que a la altura de la calle del Tinte, justo en la esquina con la calle Ancha, cuando el asunto había dado mil y una vueltas en su cabeza, se le empezaron a hinchar las venas en el cuello, en la frente y en las manos.
Quienes se acercaban un poco podían advertir la sangre burbujeante inflándole los conductos sanguíneos, volviendo colorado su rostro, despidiendo tal calor, que muchos pensaron que el verano había vuelto. Pero no, que era Octubre, y quien había vuelto, era Diego Barreda para casarse.

Eugenia continuó su camino coronada por un aura de energía dermotérmica, de ave fénix resurgida de sus propias cenizas, de cabreo de tres pares de narices, hasta que delante de la casa de los espejos comenzó a incendiarse. Eugenia entró en ignición y unas llamas pequeñitas, como las de las velas a los pies de la Virgen del Azahar, empezaron a devorarle lentamente el cuerpo, o más bien la ropa, porque su piel seguía intacta, aunque enrojecida por la elevada temperatura. Sin embargo, el vestido que llevaba ardía poco a poco en jirones, revelando una sensual orografía que sólo las manos de Diego Barreda conocían. Las mismas manos egoístas y cobardes que le habían prometido el universo y que únicamente habían depositado una sensación de irreales aproximaciones a sus pies.
Pero para aproximación la de Eugenia al Santuario de la Virgen del Azahar, que ya asomaba su blanco campanario sobre los tejados de las casas colindantes, reclamando a las almas descarriadas a base de repiques de campana y del perfume embriagador de los naranjos que custodiaban su plaza.
Al llegar frente a la puerta principal reparó en que la ceremonia ya había comenzado, puesto que fuera sólo se escuchaba un murmullo de silencio. Los que la seguían respetaron la intimidad del momento y se mantuvieron silenciosos y expectantes en la parte más alejada, intentando mimetizarse con las paredes de las casas o la sombra del campanario.
Eugenia subió la escalinata principal envuelta en llamas y, con todo el sigilo que unas portadas de madera y hierro del siglo XVI pueden permitir, entró en la iglesia, rodeó a los invitados sentados en la nave central, pasando muy cerca de las capillas de San Antonio y San Juan (los santos, al verla venir de esta guisa, apretaron fuerte los párpados y se santiguaron repetidas veces) hasta colocarse detrás del altar mayor, justo en línea recta con los ojos de Diego Barreda.
Para aquel entonces, algunos de los invitados ya habían reparado en la presencia de Eugenia y se daban codazos los unos a los otros, la señalaban y cuchicheaban entre ellos, formando un rumor, que se concretó en forma de escalofrío sobre la espalda de Diego Barreda, en helado sudor de las palmas de sus manos y en fuerza invisible que le obligó a levantar la barbilla y a encontrarse frente a frente con unos ojos verdes que hacía años que no miraba.
La parálisis facial que sufrió la cara de Diego fue tal que el sacerdote que oficiaba la misa se giró, al igual que los monaguillos y que los querubines de los frescos de la Santa Madonna. Y todos contemplaron estupefactos aquella belleza de ojos verdes que se destapaba poco a poco, por efecto de la combustión espontánea. La única persona capaz de reaccionar fue Alonso Barreda, hermano del novio y bombero de profesión, que arrancó de un tirón el pilón de agua bendita y se lo echó por encima a Eugenia Salitre.
Eugenia ni se inmutó, pero las llamas de su vestido murmuraron un tímido adiós al apagarse. Siguió en pie chorreando agua mientras el cura, apremiado por la novia, continuaba con la ceremonia y Alonso Barreda colocaba tiernamente su chaqué sobre los húmedos hombros de la mayor de las Salitre.
Sin embargo, ya era tarde para ella. Estaba totalmente calcinada por dentro y los añicos de su corazón se habían esparcido por todo el santuario. Por eso, no sintió nada cuando Diego Barreda puso el anillo en el dedo de la novia, ni cuando le traicionó el subconsciente y dijo “yotetomoatieugeniaporesposa”, ni cuando la novia lloró desconsoladamente y él corrigió el nombre, ni cuando el novio besó a la blanca y radiante novia, ni cuando todos se hubieron ido tras el arroz y los “vivalosnovios” y ella permaneció sola, de pie, tras el altar mayor de la iglesia.





II

Una vez que todos hubieron abandonado la iglesia, las hermanas Salitre entraron a buscar a su hermana mayor y la encontraron allí, detrás del altar mayor, de pie sobre un charco de agua bendita. Todavía tenía el chaqué de Alonso Barreda sobre los hombros y un rictus de serenidad en el rostro que daba miedo.
Cada una la cogió de un brazo y la flanquearon hasta una de las puertas laterales. Durante todo el camino, Eugenia fue mirando al suelo, y justo antes de poner el pie en la puerta de su casa, se volvió a Virginia y Beatriz y les dijo:
- “He descubierto que sentir dolor es mejor que no sentir nada. Yo necesitaba ver con mis propios ojos la traición de ese hombre, sentirla en mis carnes para comprender que lo mejor de él es sólo una imagen que yo he creado en mi mente. Que no existe Diego Barreda, que es sólo una invención mía, y que a las fantasías no hay que llorarles, ni hay que quererlas ni hay que hablarles. Así que nunca más se mencionará el nombre de Diego Barreda en esta casa.”
Y acto seguido entró por la puerta dispuesta a espantarlo de su vida como quien espanta un gato negro de su camino. Sus hermanas no dijeron nada porque estaban seguras de que así era, de que Eugenia no amaba al hombre real que había en él, sino al otro, al que ella había ido idealizando durante todos esos años de contactos intermitentes y grandes dosis de ausencia.





III

- “Vale más tener el corazón de un hombre que su apellido” – dijo la tía Pascuala, y siguió dándole vueltas a la sopa, probando si el caldo estaba bien de sal y quitando con una espumadera el exceso de grasa – “te lo digo yo, que tengo el apellido de tu tío, pero ni un mal beso que echarme a la boca. Que se casó conmigo porque era lo que tocaba, porque la soltería también aburre y el miedo a la soledad desespera a la gente y le mete urgencias de emparejarse. Claro, que eso entonces yo no lo sabía”.
La tía Pascuala, en cuanto se enteró de lo del casorio de Diego Barreda, metió sus cosas en una maleta y a su marido en un tren rumbo a Barcelona.
- “Que tire a casa de su hermana” – dijo – “que si lo dejo solo, cuando yo vuelva, se ha jugado al tute hasta la vajilla”.
Y se plantó, en lo que tarda el autobús de ruta, en la cocina de las hermanas Salitre dispuesta a ejercer de madre en funciones, en sustitución de su difunta hermana “quediostengaensugloria”.
La tía Pascuala creía firmemente que todos los dolores, tanto del cuerpo como del espíritu, se curaban con una alimentación como Dios manda. Así que se trajo del pueblo chorizos y morcillas para parar un tren, lomo de orza, conejos de campo, bollos de mosto y fritillas. Y se puso a cocinar como una loca los antídotos caseros que servirían para neutralizar el veneno que emponzoñaba la sangre de su sobrina.
Beatriz y Virginia la dejaron hacer, ocupadas como estaban en vigilar a su hermana, día y noche, noche y día, ansiando el momento en que rompiera a llorar porque sabían que sólo las lágrimas lavarían de sus ojos la imagen de Diego Barreda y la llevarían, gota a gota, río abajo hasta ahogarla en lo más profundo del mar. Pero Eugenia no lloraba, ni estallaba ni vivía. Y es que sin corazón no se puede hacer ninguna de estas cosas.


IV

El día que Eugenia entró en llamas en la Iglesia de la Virgen del Azahar, Germán Losada estaba en la segunda fila de asientos de la nave central y siguió con interés el titilante brillo del desvencijado vestido de la muchacha.
Tan absorto estaba en su contemplación, que se perdió los chismorreos de los invitados de alcurnia y casi pierde un ojo cuando el calcinado corazón estalló por los aires como una nube de confeti.
Finalizada la ceremonia y, una vez que todos se hubieron marchado, permaneció agazapado en el confesionario del fondo, observando a través de la rejilla a Eugenia Salitre, que permanecía tan hierática y firmemente en pie como una estatua en medio de un estanque. Desde su privilegiado escondite, vigiló los movimientos angustiosos de Beatriz y Virginia intentando rescatar a su estática hermana, y siguió sus torpes pasos hasta la puerta lateral del Santuario.
Ahora sí que estaba solo.
En la mano derecha guardaba el fragmento del corazón de Eugenia Salitre que casi le deja tuerto, y en la izquierda la bolsita que contenía el arroz para los novios y que él pensaba utilizar para otra cosa. Así que salió de su escondrijo y se puso a gatear por el suelo en busca de más trozos del órgano en cuestión, mirando bien debajo de cada banco, entre las flores que decoraban el altar, y hasta entre los pliegues de la túnica de Santa Gemma, lo que le costó una mirada de desaprobación de la santa. Pero aun así no logró encontrar todos los pedazos y el corazón aparecía incompleto, como un puzzle sin terminar.
Antes de irse habló con la señora que se encargaba de la limpieza de la iglesia, no fuera que algún trozo del corazón de Eugenia acabara en la bolsa de la basura, y acto seguido se dirigió a donde se celebraban los esponsales de Diego Barreda a seguir buscando fragmentos entre las ropas de los invitados.


V

Trescientos veintidós.
Ese era el número exacto de trozos del corazón de Eugenia Salitre que Germán Losada había conseguido reunir. Sin embargo, aún quedaban huecos por rellenar y el pobre hombre ya no sabía dónde buscar. ¡Si hasta tenía un ojo morado del mamporro que le dio la Viuda Alarcos por rescatar un pedacito que llevaba clavado en la pechera!
Así que metió todos los fragmentos en una bolsa y se dirigió al Alto de la Villa, que era donde se encontraba la casa de las hermanas Salitre.
La tía Pascuala le recibió con la escoba en la mano y el mandil coquetamente vuelto del revés. Germán pidió entrevistarse con Beatriz y Virginia, y la tía Pascuala le hizo pasar a un saloncito reservado para las visitas, ofreciéndole de beber todas las combinaciones que daban las botellas de la casa. Finalmente, le trajo una taza de café de puchero y se perdió por el pasillo en busca de sus sobrinas.
Las hermanas pequeñas de Eugenia llegaron muertas de curiosidad en una carrera de empujones y agarrones por el pasillo, tratando de llegar antes al salón. Virginia fue la primera en tropezarse con un distraído Germán Losada que jugaba a buscar figuras que le hablasen del futuro entre los posos del café.
La pequeña de las Salitre se aclaró la garganta en un intento de sacar a Germán de su absorto juego y lo consiguió, porque éste se levantó como un resorte inclinando la cabeza a modo de saludo. Las dos hermanas ocuparon asiento frente a él y la tía Pascuala les sirvió unas copitas de mistela y unos rollitos de azúcar y naranja. Después, regresó a sus dominios recién conquistados, de relucientes cacerolas y fogones.
Germán Losada se bebió la mistela de un trago, como si se tratase de un brebaje para resucitar el valor, y acto seguido empezó a relatar los pormenores de sus peripecias. Empezando por el momento en que Eugenia había entrado en llamas en el Santuario, siguiendo con los esponsales de Diego Barreda hasta llegar a la bolsa que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, muy cerquita de su pecho. La sacó con suavidad y esparció su contenido cuidadosamente sobre la mesa. Entre los tres recompusieron el rompecabezas incompleto del corazón de Eugenia.
En ese momento, las hermanas Salitre comprendieron la causa del estado en el que se encontraba su hermana mayor. Las piezas que quedaban del corazón de Eugenia, conformaban una especie de esqueleto cardiaco, las ruinas saqueadas de un órgano vital, y era obvio que su reconstrucción era una empresa de titanes.
En la misma dimensión temporal, pero en otro espacio, la tía Pascuala deambulaba por la casa escoba en mano, paseándose una y otra vez por la puerta del salón con el cazo puesto, no fuera a ser que se perdiese algo. Tras dos o tres de estas incursiones, le pareció sospechoso tanto silencio, así que irrumpió en el salón sin más dilación, dispuesta a enterarse del motivo que había conducido a German Losada hasta el salón de las Salitre.
Los tres estaban tan concentrados mirando el “puzzle” sobre la mesa, que se sobresaltaron al escuchar la jovial voz de la tía Pascuala justo al lado.

- “¡Uuuuh!, ¿qué es eso?” – preguntó mientras acercaba la cara.
- “Eso, tita, es el corazón de Eugenia” – repuso Beatriz.
- “¡Querrás decir lo que queda!” – corrigió Virginia.
- “¡Ay, pobrecica mía! ¡Con razón está la pobre como está!” – se santiguó la tía – “¡Esto necesita más de un remiendo!”.
- “Ya tía, pero el problema es que faltan trozos, y si no los encontramos no sé cómo lo vamos a arreglar” – dijo preocupada Beatriz.
- “¡Ay, alma cántaro! Esos trozos nunca aparecerán” – presagió la tía.
- “¿Por qué estás tan segura, tía?” – preguntó Virginia.
- “Porque la gente, durante su vida, va perdiendo trozos de corazón; unos adrede, otros se los llevaron otras personas consigo, algunas de ellas sin saberlo, otras sin poder evitarlo...” – murmuró Germán hablando en voz alta consigo mismo.

Las tres féminas quedaron impresionadas por la profunda reflexión del muchacho y un silencio de asombro inundó la estancia, elipsis que puso de relevancia el color rojizo de la cara de Germán.

- “Entonces, ¿tenemos que ir a rescatar esos trozos a casa de Diego Barreda?. Porque ¡seguro que él los tiene todos!” – apuntó Virginia para darle tregua al rubor del chico.
- “No, hija”- dijo la tía Pascuala –“Lo que hay que hacer es completar esos pedazos con otros de nuestro propio corazón”.

Beatriz y Virginia se miraron sin comprender.

-“¿Y eso no dolerá mucho?”- refutó Beatriz.
- “No, si tú se lo das de corazón” –contestó cariñosamente la tía
- “¡Nunca mejor dicho!” – intentó bromear Virginia.

Y todos sonrieron por fuera mientras una bruma de intranquilidad les iba atrapando por dentro.


VI

Esa misma noche, Beatriz examinó su corazón buscando un fragmento valioso que regalarle a Eugenia, y encontró uno que contenía todas las tardes que habían pasado de niñas desmigajando un montón de arena, los nervios ingenuos de la noche de reyes y los secretos en voz baja que se contaban al oído durante la misa de una.
En la habitación contigua, Virginia recopilaba las escapadas del colegio, las risas contagiosas en la feria y el día que empezaron a fumar a escondidas en el cuarto de baño.
La tía Pascuala también buscaba un trozo que no estuviera surcado por alguna vieja herida y Germán Losada hacía otro tanto en un pequeño cuarto al otro lado de la ciudad. Y en otra parte, en otras casas, en otras ciudades incluso, otras personas se acordaban, sin saber muy bien por qué, de los ojos verdes de Eugenia, de un día en concreto que compartió en sus vidas, de sus gestos, de su cara, del regalo blanco de su sonrisa.
Mientras, ajena a todo esto, Eugenia vegetaba en su habitación rodeada de unas pequeñas florecillas azules de tristeza que habían ido brotando de sus cabellos, y su ojerosa mente repetía una y otra vez “Túnoloquieres, Túnoloquieres”, en un intento de convencerse a sí misma.


VII

El sol de la mañana dibujaba las rendijas de la persiana sobre un suelo cuajado de florecillas azules.
Eugenia Salitre dormía abrazada a la almohada, mientras saladas lágrimas discurrían suavemente por sus mejillas y se precipitaban al suelo, formando un pequeño arroyo que discurría escaleras abajo hasta alcanzar la puerta de la calle y, una vez fuera, fluía libremente por la plaza, pasando por la calle Mayor y el callejón de San José, hasta colarse por debajo de la puerta de la casa de los recién estrenados señores de Barreda. Y una vez allí, el agua subía escaleras arriba los peldaños, acercaba sus bordes a la puerta de cada sala hasta inundar el lado de la cama, donde Diego Barreda dormía.
La gente por la calle se maravillaba al contemplar ese riachuelo nuevo que transportaba versos de amor heridos de muerte, viejas fotografías y pétalos marchitos. Algunos probaron sus aguas y comprobaron que sabían a dolor y que eran extremadamente salobres. Y, entonces, todos supieron que en casa de las Salitre amanecía una nueva vida, que Eugenia Salitre volvía a tener un corazón y que, a pesar del amor, siempre queda la indulgencia, las ilusiones y más allá, la esperanza.


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