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viernes, 24 de diciembre de 2010

XI CERTAMEN INTERNACIONAL DE RELATO CORTO Y POESÍA DE NAVIDAD CIUDAD AUTÓNOMA DE MELILLA

El conocido certámen literario, convocado por la Ciudad Autónoma de Melilla, fue adjudicado a Ricardo Cid Paz y Lázaro Dominguez en sus respectivas modalidades .

La narración ‘Escalera al cielo’, de Ricardo Cid Paz, de Orense, obtuvo el primer premio del XI Certamen Internacional de Relato Corto y Poesía de Navidad Ciudad de Melilla, dotado con dos mil euros de premio y organizado por la Consejería de Presidencia y Participación Ciudadana con la colaboración del Sindicato Nacional de Escritores Españoles.

Dentro de esta misma modalidad el accésit, cuya dotación es de 750 euros, ha ido a parar al trabajo titulado ‘El Camello Rocinante’, de la autora de Albacete Lucía Plaza Díaz.

En lo que respecta a Poesía el primer premio, también con la misma cuantía que en el apartado de Relato Corto, ha recaído en la obra ‘Melilla en Navidad’, del autor de El Ferrol, Lázaro Domínguez Gallego, mientras que el accésit, de igualmente 750 euros, se ha otorgado al trabajo ‘Teselas en la memoria’, de Juan José Vélez Otero, de Sanlúcar de Barrameda.

Desde aquí felicitar a los ganadores, yo por mi parte, aquí os dejo mi cuento navideño.


EL CAMELLO ROCINANTE
Cuando vislumbró las luces de la ciudad a través de la mantilla de niebla de la llanura, el camello pestañeó varias veces. Sacudió las patas, irguió sus jorobas, y se puso, nervioso, a bufar nubes de vaho. Los otros dos camellos le miraron y se sonrieron para sus adentros, puesto que sabían que era su primer día.
En la familia del camello Rocinante, todos habían trabajado al servicio de los Reyes Magos. Su padre, ya jubilado, había servido al Rey Melchor durante más de treinta años, y su abuelo, al Rey Gaspar por otros tantos. Así que Rocinante había preparado intensamente sus oposiciones a camello de Rey Mago, porque quería continuar la tradición familiar; sabía que iba a ser bastante difícil, pues su estatura era más pequeña que la generalmente exigida. Aún así, la dura preparación que sufrió Rocinante dio sus frutos, y sacó tan buenas notas que nadie puso reparos a unos centímetros de menos.
La noche anterior a su primer día de trabajo no pudo dormir; estuvo repasando la ruta planeada hasta el amanecer. Cuando se incorporó a su puesto y descubrió que iba a ser el camello del Rey Baltasar, casi le explota el corazón de alegría, ya que éste era su monarca favorito. Además, el paje de Baltasar había sido muy simpático, regalándole un puñado de dátiles para el camino.

El destacamento al que pertenecía Rocinante era el ESP-Sureste; estaba formado por tres camellos titulares más uno de reserva, por si alguno de ellos sufría algún percance. Existían muchos destacamentos como éste por todo el mundo, dado que los Reyes Magos trabajaban durante toda la noche, por lo que necesitaban que los camellos estuviesen descansados para ir lo más rápido posible. Por ello, cada vez que cubrían una zona determinada, cambiaban de destacamento. Rocinante estaba muy contento de pertenecer al ESP-Sureste, pues su itinerario discurría por una amplia llanura salpicada de pueblos de casitas bajas, con lo que el camino era menos fatigoso que el de otros destacamentos, y además, ese inmenso cielo saturado de estrellas le recordaba al de su infancia en el Sahara. Su abuelo también había realizado este itinerario en su juventud, y ya le había dado algunos consejos.

Llegaron a los pies de la ciudad, cuando faltaba poco más de una hora para amanecer. Era el último reparto en su zona hasta el año siguiente. Rocinante estaba algo nervioso, porque a la hora de repartir regalos, las ciudades siempre eran un poco más complicadas que los pueblos, y tenían edificios de bastante altura. Y es que el camello guardaba un secreto que no había revelado ni a su propia familia. El pobre Rocinante sufría de vértigo, lo era excluyente para cualquier camello que quisiera trabajar con los Reyes Magos.

Cuando entraron en la periferia de la ciudad las calles estaban mojadas, y el frío dibujaba escarchadas constelaciones en los cristales de los coches aparcados. A lo lejos, contempló recortarse la imagen del depósito del agua “como una bienvenida”, le había dicho su abuelo: “No importa por que parte te acerques a la ciudad, el depósito siempre consigue asomar su cabeza con sombrero”. Los primeros edificios de la ciudad no revestían gran dificultad, ya que eran de dos o tres alturas, y hasta ahí, Rocinante podía volar sin dejarse llevar por el miedo. Sin embargo, ya le habían advertido que en el centro de la ciudad, los edificios superaban las diez plantas, lo que le temblaran las patas traseras.
Melchor miró el reloj del campanario de una pequeña iglesia, y dijo: “Se nos ha hecho un poco tarde. Si queremos acabar antes de que todos despierten, será mejor que nos separemos y que cada uno cubra un área para ir más deprisa.” Baltasar y Gaspar asintieron con la cabeza. Melchor ordenó a su paje que desenrollara un papiro que contenía el mapa de la ciudad y, mesándose la barba, señaló sobre éste tres círculos concéntricos: “Yo cubriré este sector”- dijo señalando la periferia - “Baltasar, tú cubrirás la zona centro, y Gaspar la que queda entre la tuya y la mía. Nos veremos en la plaza de la catedral a la salida del sol”.

Así, los tres Reyes iniciaron cada cual su camino con su paje y su camello; uno de éstos, tenía un nudo de dátiles en el estómago. Baltasar guió al camello hasta la plaza del antiguo Ayuntamiento. Le dejó que bebiera agua en una de las fuentes y se puso a concretar con su paje el reparto de regalos, edificio por edificio. Con ayuda del GPS real, localizaron todas las casas donde había niños, y prepararon la lista con los regalos que habían pedido. Cuando todo estuvo listo, Baltasar llamó a Rocinante con un silbido. El camello se acercó y se dejó acariciar la cabeza.
- “Vamos a ver Rocinante, creo que lo mejor será empezar por aquella manzana de edificios altos, que es donde mayor número de familias hay. Subiremos hasta la azotea e iremos bajando piso por piso, ¿de acuerdo?” – dijo el Rey.
El camello asintió con la cabeza gacha. Los dátiles se revolvieron aún más en su pequeño estómago.

- “Pues. ¡vamos allá!”, dijo Baltasar, esbozando una gran sonrisa.

El camello se preparó para recibir el peso del Rey Mago. Sintió cómo Baltasar se acomodaba y colocaba las manos sobre la brida. El paje había preparado un saco con los regalos de los primeros niños, que entregó al monarca.

- “¿Estás listo Rocinante?” – preguntó el Rey - El camello asintió moviendo la cabeza y cerrando los ojos, y comenzó a cabalgar suavemente. Primero, dio dos vueltas a la plaza, y cuando notó que el monarca tiraba de las bridas, comenzó a elevarse. Sintió el aire frío de la noche en la cara, y notó que los regalos pesaban bastante. Aún así, se sintió más confiado y abrió un ojo. Estaba a la altura de una sexta planta. Desde allí, veía casi toda la ciudad, hasta el depósito del agua que le saludaba desde abajo. Sintió un escalofrío, pero continuó elevándose. Con los ojos cerrados, seguía las indicaciones que el rey le daba a través de las riendas, pero no puedo evitar abrir los ojos. Faltaban unos metros para alcanzar la azotea y debajo de él, se extendía un parque como un inmenso mar de coral verde. El sudor cubría su cuerpo y un zumbido envolvió sus oídos; sin poder evitarlo, empezó a caer.

Cuando abrió los ojos, volvió a su mente todo lo sucedido. Estaba tendido en la entrada de un garaje y el paje le había colocado encima una manta.

“No pasa nada Rocinante. No te preocupes. ¿Cómo estás?” –le preguntó el paje acariciándole el hocico. El camello intentó levantarse, pero el paje se lo impidió.

“Baltasar ha dicho que te quedes aquí. Afortunadamente no os ha pasado nada porque las copas de los árboles amortiguaron la caída.” – explicó - “Ya hemos ido a buscar al camello de repuesto para entregar los regalos. No te preocupes y descansa. Cuando hayamos acabado, vendremos a recogerte.”

Pero Rocinante no vio como el paje desaparecía, porque tenía los ojos repletos de lágrimas. Después de llorar un poco, decidió que tenía que ayudar a arreglar lo ocurrido, pues con lo tarde que era, no iba a darles tiempo a repartir todos los regalos. Así que se levantó despacito, y cuando dejaron de temblarle las patas, salió a la calle. Estaba ante el gran parque verde que había divisado desde las alturas. Intentó entrar, pero estaba rodeado de una alta verja. Se planteó la posibilidad de volar, pero las jorobas se le llenaron de escalofríos sólo de pensarlo, así que empezó a caminar alrededor para ver si encontraba alguna puerta. Y la encontró. Era un hueco pequeño, insuficiente para el tamaño de un camello, pero no para un camello de su talla. Así que, arrastrándose como pudo, entró en el parque. Todo estaba en silencio, y las altas copas de los árboles apenas dejaban entrar la luz de la luna. Rocinante caminó a tientas hasta que sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad. Caminó hacia la parte más cercana a los edificios, que era donde deberían haber caído los regalos, y allí los encontró debajo de unos grandes abetos, pero con el papel de regalo deshecho y las cintas colgando de las ramas de los árboles.

“¡Ay!” – suspiró el camello- “Y… ¿cómo voy a arreglar yo todo esto?... , con la ilusión que tenía toda mi familia conmigo y ahora voy y ¡lo estropeo todo!. Si al menos estuviese aquí mi abuelo…, seguro que él, con su experiencia, sabría qué hacer…”

Y otra vez se llenaron sus ojos de lágrimas. Pero menos mal que era Navidad y que en esa época, la magia flota en el aire; así que los árboles que vieron las lágrimas de Rocinante, empezaron a agitar suavemente sus ramas, susurrando: “¡Eh, viento! Aquí hay un camello que necesita ayuda…”. Y el viento entendió y sopló y sopló hasta tierras lejanas, dejando un mensaje escrito en las nubes: “¡Eh, abuelo! Aquí hay un camello que necesita ayuda…”. Y el abuelo de Rocinante, preocupado por su nieto, emprendió el vuelo a todo galope en la dirección en que soplaba el viento. Volaba tan rápido que las estrellas parpadeaban para poder verlo, y muchas de ellas, le siguieron con la mirada hasta al parque donde se encontraba el angustiado Rocinante. Cuando aterrizó al lado de su nieto, éste le lleno de besos la cara.

“¡Ay, abuelito!, ¡la que he liado! ... tengo vértigo abuelito, mucho vértigo y mucho miedo…” – dijo apretujándose contra su abuelo.

“Bueno, bueno, Rocinante, vamos a intentar arreglar todo ésto, y luego hablamos de eso, ¿vale?, lo primero es que no se quede ningún niño sin regalos” – dijo el abuelo, mirando el desastre que tenía a su alrededor - “Pero con la hora que es, no nos va a dar tiempo a llevar todos los regalos a casa de los niños”.

“¿Y si traemos los niños aquí?”- dijo Rocinante.

“¡Eso es! Haremos que los niños vengan aquí a recoger sus regalos, ¡ala! Ve colocándolos debajo del árbol y colócales el papel lo mejor que puedas. Yo voy a pensar cómo hacer que vengan aquí.” – dijo cerrando los ojos para concentrarse mejor.

A todo ésto, las parpadeantes estrellas de cielo que habían estado siguiendo la historia con atención, empezaron a hacerse brillantes señales unas a otras, y cuando el abuelo de Rocinante abrió los ojos, admiró estupefacto como las estrellas habían bajado hasta las ramas de los árboles, llenando de luz el parque y haciendo resplandecer las cintas que colgaban de los frondosos ramajes.

“¡Qué bonito!”- exclamó Rocinante- “Ahora los niños podrán encontrar sus regalos siguiendo la luz.”

El abuelo asintió asombrado.

“Pero… ¿cómo haremos que los niños despierten y vean la luz?” – se preguntó el abuelo.

“Muy sencillo” – respondió una diminuta voz que salía del tronco de los árboles – “nosotras les guiaremos hasta aquí”.

El abuelo se aproximó a los abetos para ver de quién era esa voz, y contempló un ejército de pequeñas hormigas dispuestas a echar una mano.

“¿Pero cómo lo haréis?”- les preguntó.

“¡Fácil! Nos colaremos por debajo de la puerta, llegaremos hasta sus camas, y les susurraremos al oído que bajen al parque”. – respondieron.

“¡Bien!… pero tardaréis mucho en llegar hasta allí” – dijo el abuelo – “será mejor que os lleve.”

“No, yo las llevaré abuelo, tú estarás cansado de un viaje tan largo, además, es mi responsabilidad.” – sentenció Rocinante. El abuelo asintió con la cabeza.
Así que Rocinante indicó a las hormiguitas que treparan hasta su lomo, y se metieran dentro de las alforjas que llevaba; al instante, notó un cosquilleo por las patas que le hizo sonreír. Cuando todas las hormigas estuvieron listas, trotó un poco y empezó a elevarse. Pasó por encima de la verja del parque y cerró los ojos, continuó elevándose un poco más, pero otra vez un zumbido empezó a llenar sus oídos, así que abrió los ojos y aterrizó en el balcón más cercano. Con mucho sigilo, Rocinante llevó a las hormigas hasta el rellano de cada planta, ya que como era tan pequeño cabía en el ascensor, y, una vez allí, ellas entraban en cada dormitorio, ascendían hasta alcanzar la cama y susurraban al oído de los niños, los cuales corrían hasta el parque en pijama. En algunos casos, las hormigas tuvieron que hacer cosquillas en la barriga a los más remolones.

En el parque, el abuelo de Rocinante, escondido tras unos arbustos, pudo ver cómo los niños bajaban guiados por la luz de las estrellas, cómo se quedaban maravillados y con la boca abierta al ver a los preciosos árboles llenos de luces y cintas brillantes, y cómo compartían los juguetes al ver que algunos se habían estropeado en la caída y que no había para todos. Además, de ese modo, los niños conocieron nuevos amigos con los que jugar.

Baltasar, que lo vio todo desde su camello de reemplazo, sonrió para sus adentros y pensó que nunca había tenido un camello que le hubiese hecho un regalo como aquel, así que decidió que Rocinante sería su camello oficial, y también dispuso, que a partir de aquel momento, todos los niños deberían buscar sus regalos bajo los árboles. Y también es así, que desde ese momento, todos los niños sienten un cosquilleo, en la tripa, la noche de Reyes.
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

vaya tela

Ángel dijo...

¡Qué alegrón! ¡FeLUCIdades!